domingo, 18 de octubre de 2009




Microrrelato infantil: VINCENT, de Tim Burton



Video de Youtube



Vincent Malloy tiene siete años, es un niño amable pero algo huraño.

Es bueno, obediente y muy educado, pero él quiere ser como Vincent Price, su ídolo soñado.

No le importa vivir con su perro, su gato y su hermana, aunque preferiría compartir casa con murciélagos y arañas.

Allí jugaría con los horrores que ha inventado y vagaría por los oscuros pasillos, solo y atormentado.

Cuando viene su tía, Vincent parece un cielo. Pero se imagina sumergiéndola en cera hirviendo para su museo.

Hace experimentos con su perro, Abocrombiecon el fin de crear un horrible zombi. Con ese espectro terrorífico para los hombres, buscaría sus víctimas por la niebla de Londres.

Pero él no solo piensa en crímenes violentos, Vincent pinta, y de vez en cuando lee cuentos. Mientras otros niños leen tebeos de acción a Vincent es Edgar Allan Poe quien llama su atención.

Una noche, cuando leía una historia horripilante, algo le hizo palidecer al instante.

Con tamaño disgusto su vida quedó derrumbada, pues su bella esposa viva fue enterrada. Debía cerciorarse de que había muerto, e intentando desenterrarla destrozó las flores del huerto.

Su madre lo envió a su cuarto como castigo, desterrado en sus sueños a la torre del olvido.

Sentenciado a pasar el resto de su vidacon el retrato de su amada que fue enterrada viva. Y mientras lloraba sumido en la desesperación, apareció su madre en la habitación. Le dijo: "Si quieres puedes salir a jugar. Hace un día estupendo, lo puedes aprovechar."

Vincent trató de hablar pero no pudo, los años de aislamiento lo volvieron casi mudo. Así que cogió su pluma y se puso a escribir: "Estoy poseído por esta casa, nunca volveré a salir."S

Su madre le contestó: "Ni estás poseído ni estás medio muerto, este juego tuyo es solo un invento. Eres Vincent Malloy, no eres Vincent Price y no estás loco ni atormentado, ¡caray!Tienes siete años y eres mi hijo, vete a jugar con otros niños, ¡te lo exijo!"

Y tras este toque de atención abandonó la habitación. Pero cuando Vincent trató de sobreponerse las paredes empezaron a moverse. Crujían, temblaban y su horrible locura la cima alcanzaba.

Vio a Abocrombie, su terrible esclavo, y su mujer lo llamaba desde el otro lado. De la tumba nacían sus ecos y de las paredes surgían manos de esqueletos.

Todas las desgracias que sus sueños atormentaban entraron en su vida mientras él gritaba.

Trató de escapar, de huir del horror, pero su mustio cuerpo se derrumbó por el dolor. Y débilmente, casi sin voz, recitó El Cuervo de Edgar Allan Poe:

"Y mi alma, de esa sombra, que allí flota fantasmal,

no se alzará?...

Nunca más."

miércoles, 14 de octubre de 2009




Lugares(fugas breves):
MUSEO CARL MILLES (Estocolmo)









lunes, 5 de octubre de 2009




Por las BARBAS de CORTÁZAR

Dicen que, con los años, las personas adquirimos el rostro de quienes en verdad somos y de lo que hemos vivido, y que ya no hay vuelta atrás, pues los rasgos faciales dibujan y muestran entonces —para bien o para mal—, nuestro exacto y auténtico mapa interior.

Tal vez por ello, un buen día, Julio Cortázar decidiera dejarse barba.

Corrían los años 50 del siglo XX y el maestro ya no era un chiquillo, sino un escritor en plena madurez que para entonces había realizado algunas de las elecciones más importantes de su vida, lo que probablemente registraría ya su rostro: la dedicación plena a la literatura, su compromiso político con los movimientos revolucionarios de América Latina y el abandono definitivo de Argentina para instalarse en París, donde fallecería.

Suele hablarse de un antes y un después de París en la vida y obra de Cortázar. Lo cierto es que, en esta ciudad, el escritor adquiriría finalmente notoriedad pública y acabaría cubriendo el rostro delgado y lampiño de su época preparisina (despejado como las grandes extensiones pamperas en las que discurrieron sus primeros años docentes) con una barba oscura y espesa, que algunos atribuirían sarcásticamente a un rumoreado tratamiento de hormonas.




Cierto o no el rumor, tras la barba iban a quedar camufladas muchas cosas. Se disimularían con ella, no solo el paso de los años, sino también las huellas que dejó en Cortázar el abandono temprano por parte del padre del núcleo familiar y, como consecuencia, el crecimiento del escritor al abrigo exclusivo de figuras femeninas (madre, hermana y tía).

Junto a ello, su pertenencia a la clase media del cinturón industrial de Buenos Aires, así como la condición de hija ilegítima de su madre imprimirían a la familia cierto complejo social, inexpresado, pero que marcaría algunos de los rasgos de la personalidad de Cortázar: su afán obsesivo por huir de la mediocridad a través de la cultura y la erudición; la actitud en ocasiones posibilista del autor, que durante sus años argentinos llegaría a ocupar distintos puestos en la enseñanza normal y universitaria, de la mano de amigos influyentes cuya identidad jamás desveló.

A la satisfacción que suponían tales oportunidades, se sumaban, en el otro platillo de la balanza, el sentimiento de precariedad que implicaba para él acceder a la docencia universitaria al margen del procedimiento habitual de concurso y sin un título superior que lo avalara —inició estudios de Filosofía y Letras, pero no consta que llegase a obtener el título— y el tremendo esfuerzo para hacerse con la carrera de traductor en un tiempo récord de apenas nueve meses.

Sin embargo, es posible que, más que todo lo anterior, los relieves más pronunciados de su rostro los esculpiese el deseo siempre perseguido de cambiar una Argentina que el escritor consideraba, en palabras del biógrafo Eduardo Montes-Bradley, “dormida en la siesta americana”, por la prometedora Europa de las vanguardias. Después de todo, Cortázar había nacido en Europa, concretamente en Bruselas, en 1914, y, cuando todavía apenas caminaba, ya lo hacía por las animadas calles de Zürich, donde en esos momentos la familia del escritor y la vida artística y cultural europea se refugiaban de la guerra recién iniciada.

No es de extrañar, por tanto, que Cortázar eligiese Europa como destino final de un viaje que había iniciado en dicho continente treinta años antes en brazos de su madre, abuela y hermana, y que vendría a cerrarse circularmente en París en 1951.

El que llegaba a París era un Julio Cortázar anónimo ya por muy poco tiempo tras su recién conseguida barba. Casualidad o no en el caso del maestro, nada expresa mejor la idea de paso de página, de cambio, de crecimiento, de madurez de un personaje que el crecimiento de una buena barba, sea ésta real o narrativa.