viernes, 26 de febrero de 2010




SARA, de Fleetwood Mac


jueves, 25 de febrero de 2010




CUNA, de Isabel González
(ganadora del VIII Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor convocado por Escuela de Escritores)

Compré todo lo necesario para amarte. Una pelota hinchable y siete alcayatas. "Hoy no es mi cumpleaños", me dijiste. "Da igual. Ábrelo", insistí. Rompiste el papel de mala gana y apareció la pelota desinflada. En otro paquete diminuto estaban las alcayatas. Hasta aquella mañana, yo ni siquiera sabía que se llamaban alcayatas. Por eso me gusta entrar a la ferretería. Echar un ojo por ahí y cuando me decido, pedirle al encargado que me ponga siete de eso. "¿Siete alcayatas?". "Exacto. Siete alcayatas", pronuncio por primera vez y una bandada de gorriones remonta el vuelo desde mi estómago. Los nombres suelen ser más bellos que las cosas. Me gustan especialmente Bernardo y tachuelas. Pero no puedes llamar a nadie Bernardo Tachuelas. He aquí la esclavitud de las palabras. Estuve a punto de conocer a un Bernardo y conocí unas tachuelas, que son como las chinchetas aunque no es necesario que su cabeza sea circular y chata. Algo sin complicaciones. Lo que puedo ofrecerte. También una pelota de playa. "¡Vamos, hínchala!", te animé. Y empezaste a soplar. Supongo que los dermatólogos ya han estudiado este fenómeno. La tersura que gana terreno a las arrugas. La posibilidad de rejuvenecer un rostro soplando por sus narices. Tú, sin embargo, no parecías contento. Tenías miedo. Miedo de que explotara. Esta vez no lo hizo y vimos que el balón traía dibujado un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre los dientes, un perro con un cubo entre los dientes. Un motivo que se repetía en el ecuador del balón. "¡Abre el otro, venga!", te apremié. Suspiraste resignado y tus dedos se hicieron torpes con el minúsculo envoltorio. Al final, arrancaste el celo con los dientes y te pinchaste. "¡Mierda!", dijiste. Tu boca empezó a sangrar y yo te traje alcohol y agua del grifo. Estabas tan apurado que untaste el algodón en el vaso y bebiste del bote. "¡Mierda!", escupías. La situación no dejaba de ser graciosa y yo lamenté la falta de consistencia de tus encías de pladur. "Si la alcayata se hubiera afianzado en tus premolares podríamos colgar un cuadro", bromeé. "¡Has vuelto a beber!", me soltaste. "¡Mira quién habla. El señor que acababa de echarse un trago de alcohol desinfectante!", respondí. Luego me puse a llorar. Porque hago todo lo que puedo. Te lo juro. Porque esto es todo lo que puedo ofrecerte: un balón de plástico y siete alcayatas de acero o de latón, de rosca o de clavar, grandes o pequeñas. Me llevé las estándar porque según el ferretero, valían para cualquier cosa. También para demostrarte mi amor. Qué otra cosa propones con el dinero que me dejas. Bloqueaste mi cuenta por lo de mi afición al vino, por lo de mi afición a las tragaperras del ?Roxi Palace?, por lo de olvidar dinero en los sombreros de los mendigos. El otro día, el día más frío de este invierno, crucé los porches donde duermen y uno de ellos, agarrado a un cartón de vino, gritó: "si sigue nevando así, me voy a misa de una a dar pena". Te he regalado tantas veces la misma cosa... La misma pluma envuelta en Navidad y vuelta a envolver la Navidad siguiente; el mismo disco de Eric Clapton remasterizado por otra compañía; un beso igual a otro beso y en cada sexo, los mismos labios. Seamos honestos. No estoy borracha por haber bebido. Bebo porque estoy borracha. Borracha, ebria, embriagada de las flores del cementerio y de esas otras. Las que tú me regalas por mi cumpleaños. Cada doce de junio, esa docena de rosas que son como una afrenta. Como si me dijeras: "esto sí que es un regalo. Aprende". Y tú tienes que conformarte con siete alcayatas y un balón. Papel de lija a fin de mes, cuando sólo me quedan sesenta céntimos. "Para regalo, por favor", le digo al ferretero. A base de ponerte algodón entre el labio y la encía, dejaste de sangrar. A base de concentrarme en tu herida, dejé de llorar. Ennces me sorprendiste. "Toma", me entregaste otro sobrecito. Siete hembrillas de hierro cincado. Siete hembrillas estándar para mis siete alcayatas estándar. Las clavamos en la pared del pasillo. ¿Qué prenderemos de ellas? ¿Láminas de jazz? ¿Acuarelas? ¿Aprovechará una araña la infraestructura para tejer su red? De una patada, enviaste el balón al cuarto del fondo. Giraba en una esquina y al girar, daba la impresión de que el perro con el cubo entre los dientes se ponía a correr. Nada más que una ilusión. La cuna vacía. Alisé un pliegue de la colcha y tú pusiste una mano en mi vientre. "Sólo te necesito a ti", me besaste. Y yo qué sé. Yo qué sé. Si ahora nevara, si no dejara de nevar hasta el mediodía, iría a misa de una. A dar pena.

miércoles, 24 de febrero de 2010




El piano


VIDEO: Youtube

martes, 23 de febrero de 2010




El secreto de la voz


FOTO: Bocas cerradas. Acuarelascardesin.blogspot.com


Conmoción. Así es como salí el sábado del cine, conmocionada. La causa, El secreto de sus ojos. Por alguna razón, quizá el título me parecía algo meloso, yo ni siquiera la había considerado. Pero M. A. insistía en que valía la pena y no dudó en acompañarme a verla, él por segunda vez, lo que teniendo en cuenta los precios que se gasta el cine no dejaba de ser una buenísima señal. Apenas pestañeé el tiempo que duró la película. Drama, humor, intriga. Soledad, amor, justicia. ¡¿Justicia?¡ La peor forma de justicia que puede infligírsele a un ser humano, ¿cuál sería? ¿Cárcel, pena de muerte, trabajos forzados…? ¿Tal vez el silencio? No, no su silencio, sino el de los otros, el de su carcelero, la única persona que en este caso, juez y parte a la vez, podía suavizar su condena. Veinte años de silencio absoluto. Ni una sola palabra. Veinte años sin oír una voz. Veinte años de nada. "¿Cómo se pueden vivir veinte años de nada?", le pregunta Ricardo Darín a Soledad Villamil sin saber que pocos fotogramas después se encontrará de cara con la nada suprema, la del silencio, el castigo para el culpable, y tendrá que enfrentarse a sí mismo y a la disyuntiva de rebajar o no la condena al culpable simplemente pronunciando para él una palabra. "Dime algo" le pide el condenado. Pero no. Silencio. Nada. Dos décadas de nada en una secuencia de apenas un minuto que te devuelve a la calle sin aire, conmocionado, sin palabras.


sábado, 13 de febrero de 2010




Voces: Javier Sáez de Ibarra

Como hace el águila no es no moverse, sino ir con ellos desde arriba, surcar con la cabeza alta y el cabello despeinado de la brisa. Ir con ellos, no detenerse, no estorbar, esto es, fluir. Y digo he de fluir, he de obedecer, he de ser uno más, sí, uno cualquiera, el hombre desconocido, eso es, el personaje al comienzo de una película del que el espectador no sabe aún nada, pero enseguida va a tener una historia que contar, ¿no? Naturalmente, descubriremos algo interesante sobre él, de él, en él, por él, algo así. El hombre que parecía anodino de pronto se descubre protagonista, inteligente, valeroso, original, inverosímil, altivo, enamorado. ¡Yo podría ser! Ese personaje en la película, después de que alguien me mira y me descubra. Una verdadera águila, un sol, una pequeña estrella, un zafiro, un amoroso ente de ficción que se quedará en el recuerdo.

JAVIER SÁEZ DE IBAR
RA: "Detención", en Mirar al Agua

lunes, 1 de febrero de 2010




Piel salada



Yo tenía una granja en Africa, al pie de las Montañas de la Luna. Las nieves del macizo alimentaban el nacimiento del Nilo, y la granja se asentaba sobre una suave meseta. Durante las treguas que la lluvia nos regalaba, las cumbres seguían ocultándose bajo el vidrio opaco de la neblina. Sudaban las sábanas, los manteles, las palabras y el aire dejaba en la boca un sabor a mundo oxidado y desleído. El mismo suelo te persuadía de la inutilidad de entregarse a arañar la tierra, invitándote a un largo entreacto de vaivén de mecedora, gramófono y jarras de té muy frío. Se adivinaban las últimas horas de la tarde por el chascar de las hojas de helecho bajo los pasos perezosos de las fieras.

Como a mí, al leopardo de las pupilas rosa no le cabía el modo de renunciar a Mozart. Allí estaba, escuchando para mí. O acaso lo que le traía hasta mi casa fuese la esterilla del porche, donde, en lo que duraba la pieza al menos, asistía incrédulo día tras día al poderoso milagro de que sus patas al fin se secasen. Así supe que a los leopardos no les gustan los pies mojados. Yo, sentada sobre la esterilla junto a él, inventaba historias de exploradores que se perdían entre aquellas nubes que nevaban nuestra cordillera, mientras el Concierto para clarinete sonaba en el enmudecido morir de la tarde y él rascaba con sus garras, distraído, las tablas del suelo, el aire, la piel siempre húmeda de mis piernas.

Siguió viniendo a mi casa mucho tiempo. Le mostré mis porcelanas, mis telas, mis libros, los tuvo en sus manos y se paseó entre ellos, y una vez al menos me sonrió. Al recordar ahora la gravidez de su mirada rosa aquel mediodía en que una de sus garras me levantó la piel y la volvió salada, vuelvo a respirar ese aire flotante en la quietud, la humedad de las tierras altas de África, el olor de su pelaje cuando yo se lo lavaba. Nunca llegué a ponerle un nombre. De haberlo hecho, probablemente se habría llamado Denys, y ahora se encontraría en algún lugar recóndito allá arriba, lejos de mi casa, en un lugar civilizado en medio de la selva.