martes, 9 de junio de 2009




A DIARIO




De haberse levantado ya, tal vez escucharía repetir a Carla un día más que el olor a tinta fresca de mi periódico le recuerda el que acompañaba su desayuno en las mañanas de colegio. Le oiría decir que es un recuerdo dulce, aunque su olor de entonces no se mezclara con el del primer café del día, sino con el de los chicharros recién traídos del mercado. Que recuerda sus páginas abiertas y reblandecidas sobre la mesa de formica de la cocina (esa que tenía un cajoncito lateral para los cubiertos y una silla de enea a cada lado), junto al tazón de loza desportillado donde migaba sopas para el desayuno.

De haberse levantado ya, quizá como otras veces le escucharía que el filo un poco en sierra de estas páginas es casi como el del cuchillo con el que su madre, de pie frente al fregadero, raspaba escamas y arrancaba vísceras uno a uno a los chicharros del almuerzo. Y le oiría repetido lo brillante, casi como nuevo, que dejaban el cuchillo las hojas secas del diario después de limpio el pescado, más que cualquier lavavajillas al limón de cualquier anuncio de cualquier cadena. Más suave, no, eso no, no más suave que el roce de las manos de su madre al retirarle el tazón de migas ya acabado.

Puede que luego me hablase de otro periódico y de otras mañanas no de colegio, sino de primeros madrugones juntos que tal vez ella aún recuerde. De besos prolongados en un trayecto corto Goya-Retiro, apurados de pie mientras en un asiento doble del mismo vagón otras bocas se inclinan sobre mitades de un mismo periódico e intercambian por lo bajo palabras dulces y espesas, espesas y dulces como las migas.

De haberse levantado ya, y debería, que no son horas, quizá Carla escurriría en el fregadero un cartón de leche terminado, prepararía una infusión de menta y acercaría la silla a este lado de la mesa para cogerme la otra mitad del periódico. Y entonces los dos inclinaríamos la cabeza como esas parejas del metro, uno a la derecha, otro a la izquierda, y murmuraríamos palabras espesas y dulces que, bajo el pasar de páginas en sierra y el aullido de la cafetera, tal vez ninguno alcanzaremos ya nunca a oír.