viernes, 6 de noviembre de 2009




ISMAIL KADARÉ, Premio Príncipe de Asturias de las Letras (fragmento de su discurso)
No somos capaces de evitar la idea de que el arte, si bien puede no depender de los Estados, las doctrinas, la moda, depende sin embargo de algo. Y enseguida pensamos en nuestro mundo real, dicho de otro modo en nuestra propia vida. La idea de que la literatura depende de la vida es ya casi oficial a nivel planetario.

Yo plantearía una pregunta que ya en sí misma resulta herética: ¿es esto verdad? La respuesta, por el momento, necesariamente ha de ser de doble sentido: no puede descartarse que el arte mantenga vínculos con la vida, aunque sólo parcialmente.

Permitidme que, en la parte final de mi discurso, explique muy brevemente esta medio herejía. Una vez aceptamos que el de la literatura y las artes es un mundo paralelo, referencial, ya hemos admitido también que es un mundo rival.

Y en consecuencia, dado que la rivalidad conduce de forma habitual al conflicto, lo queramos o no habremos de admitir que entre esos dos mundos, el de la vida y el del arte, habrá conflicto.

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Desde luego, existen muchas diferencias entre ellos, pero hay una de dimensión colosal que se sitúa por encima de todas las demás. Es la siguiente: mientras que, en su conflicto con el arte, el mundo real llega a tal extremo de furor como para precipitarse a destruirlo, en ningún caso, lo repito, en ningún caso la literatura y el arte atacan al mundo real con intención de dañarlo, sino que, por el contrario, pugnan por tornarlo más bello, más habitable.

Es una diferencia absoluta entre ambos. Y en tal caso esa diferencia no viene a constituir sino la más sublime confirmación de la verdadera independencia del arte.



FOTO: Buda de Bamiyán (Afganistán). Guiarte.com


Sobre el conflicto entre arte y realidad sobre el que centra su discurso Ismael Kadaré, viene al hilo recordar a Walter Benjamin. Para él, el momento histórico en el que se produce una obra de arte define su función y significado, lo que él llama su aura, algo que resulta irrepetible tal cual en un contexto histórico nuevo. Como es lógico, ante circunstancias históricas distintas, la obra de arte se expone a formas de pensamiento y lenguajes también distintos que transforman o reinterpretan —a menudo para bien y en casos excepcionales por suerte para mal— su función y significado originales (su aura).

La obra reacciona a ese cambio de contexto adaptándose a él, contemporizando y respetando sus valores y cánones, distintos, sí, de aquellos en los que fue creada, pero inductores también de otros matices y connotaciones que la hacen crecer en significación, que la mejoran y embellecen. Mejoras que revierten “sincrónicamente” —porque no es la gallina antes que el huevo ni viceversa— en dicho entorno: el arte se alimenta de la vida y la vida del arte, y en esa retroalimentación ambos se perfeccionan, se ennoblecen.

¿De dónde surge entonces el brete entre uno y otro?

Yo diría que el conflicto tiene que ver con la identificación que algunos tienden a establecer entre el mundo real y el mundo artístico, con la confusión entre arte y realidad, con el enjuiciamiento de la práctica artística desde ángulos que nada tienen que ver con lo artístico, sino más bien con lo ideológico, lo político, lo religioso, lo económico.

Edgard W. Said, analista de origen palestino y premio Príncipe de Asturias, afirma que “la cultura a menudo tiene que ver con un agresivo sentido de la nación, el hogar, la comunidad y la pertenencia". Es en el juicio acerca de si una obra de arte y su autor participan del suelo cultural que se conoce y al que se pertenece donde suelen producirse reacciones negativas contra aquellos y, en el peor de los casos, ese furor destructivo del que habla Ismael Kadaré.

En cualquier caso, más allá de ese furor y al margen de que la obra consiga sobrevivir o no físicamente al mismo, la ductilidad y permeabilidad del arte, su tolerancia a lo nuevo —en definitiva, su capacidad de adaptación— prueban su naturaleza independiente y son la clave de su pervivencia a través de los años, en la longitud y latitud de los siglos.