domingo, 23 de enero de 2011




Cinematografía

Mario Ayala se hizo el harakiri en medio de la reunión. Acabábamos de aprobar por mayoría absoluta su proyecto, pero él vino a arrodillarse delante de mí, separó los botones de su camisa blanca, sacó una daga del bolsillo del pantalón y se la clavó en el abdomen. Un chorro de sangre de caudal fino pero fluido brotó de la herida con potencia suficiente como para salvar el ancho de la mesa e ir a parar dentro del vaso de agua medio lleno del director adjunto; la mitad superior de su cuerpo quedó unos segundos balanceándose levemente en el aire, luego cayó hacia atrás y se desplomó sobre el suelo de cerámica. Nadie gritó. El director adjunto y el jefe de recursos humanos abandonaron la sala en silencio. Mientras la secretaria se agachaba y le cerraba a Mario Ayala los ojos entreabiertos, sudorosos, volvieron a sentirse bajo nosotros aquellas turbulencias que solo se dejaban notar en la sala de reuniones y que se parecían, o eso pensé, al hormigueo que produce una máquina de afeitar sobre la piel, como miles de hormigas rascándote con sus antenas las plantas de los pies. Mario Ayala no podía sentirlo, estaba muerto. Se había quitado de en medio dios sabía por qué motivo y ya nunca sabría de dónde procedían aquellas vibraciones.