martes, 26 de mayo de 2009




BUTOH y MORFEO



Me comentaba hace tiempo un amigo que, para él, quedarse dormido en una ópera o en un concierto de música clásica, no era síntoma de aburrimiento, sino una prueba inequívoca de lo lejos que uno u otro le habían transportado, del enorme placer que le habían procurado.

No es que yo sea de las que necesitan meter los dedos en el enchufe para creer en la electricidad, pero hace pocas semanas viví una experiencia muy parecida mientras asistía al espectáculo de danza butoh, El río de verde musgo-desde la orilla opuesta, una de las propuestas del Festival Madrid en Danza de este año —supongo que no es casualidad que, por esos mismos días, pegase fuerte en las salas la película Cerezos en flor, de la directora Dorris Dörrie, donde el butoh asume un papel importante en la pulsión de la trama.

Lo cierto es que, tras los primeros minutos de desconcierto —hasta pocos días antes no había oído siquiera hablar del butoh—, en los que mi deformación de espectadora de danza y teatro al uso me llevó a tratar de encontrar, como en aquellos, la supuesta segunda lectura de lo que estaba presenciando, mediante la asociación entre música e imágenes o movimientos; tras esos primeros instantes de extravío, decía, enseguida pude darme cuenta de que en el butoh no caben asociaciones ni intentos de desciframiento que valgan, salvo en todo caso el de uno mismo.

Parecería que la música, en principio, debiera ser un ingrediente imprescindible para un espectáculo de estas características; y lo es, claro que sí, pero solo en su forma más minimalista, apenas una excusa —la prueba es que el bailarín principal, Dakei, es sordo— para poner al espectador en contacto con su propia música interior, con el espectáculo que en ese instante está sucediendo dentro de sí mismo, en su intimidad, y, de algún modo, “curarlo” de su sordera con respecto a ésta.

Los sonidos, mínimos, esenciales, fugaces actúan como gotas que lentamente van perforando capas mucho más allá del oído. Hasta que dejan de ser sonidos y revierten en voces. O eso al menos es lo que yo acabé escuchando: voces y palabras. Unas palabras un tanto raras, porque no dicen, no cuentan, no significan, pero desde luego hablan, hasta un punto en que ya no requieren ni del cuerpo de Dakei ni de la percusión ni del koto, no se requieren ni siquiera a sí mismas para seguir hablando; porque el espectador para entonces ya ha logrado hacerse con el turno de palabra, se ha recostado en el asiento, ha cerrado los ojos, ya no ve ni tampoco oye y, sin embargo, como un buen microrrelato, no para de hablar o, mejor dicho, de hablarse, de intuirse, de interpretarse. Y entonces, cuando la luz vuelve y las voces callan, en la fila seis, butaca cuatro, hay una espectadora que no se ha dormido, pero lo parece.


FOTO: MADRID CULTURAL
(Fuente, Teatro de la Abadía)