lunes, 5 de octubre de 2009




Por las BARBAS de CORTÁZAR

Dicen que, con los años, las personas adquirimos el rostro de quienes en verdad somos y de lo que hemos vivido, y que ya no hay vuelta atrás, pues los rasgos faciales dibujan y muestran entonces —para bien o para mal—, nuestro exacto y auténtico mapa interior.

Tal vez por ello, un buen día, Julio Cortázar decidiera dejarse barba.

Corrían los años 50 del siglo XX y el maestro ya no era un chiquillo, sino un escritor en plena madurez que para entonces había realizado algunas de las elecciones más importantes de su vida, lo que probablemente registraría ya su rostro: la dedicación plena a la literatura, su compromiso político con los movimientos revolucionarios de América Latina y el abandono definitivo de Argentina para instalarse en París, donde fallecería.

Suele hablarse de un antes y un después de París en la vida y obra de Cortázar. Lo cierto es que, en esta ciudad, el escritor adquiriría finalmente notoriedad pública y acabaría cubriendo el rostro delgado y lampiño de su época preparisina (despejado como las grandes extensiones pamperas en las que discurrieron sus primeros años docentes) con una barba oscura y espesa, que algunos atribuirían sarcásticamente a un rumoreado tratamiento de hormonas.




Cierto o no el rumor, tras la barba iban a quedar camufladas muchas cosas. Se disimularían con ella, no solo el paso de los años, sino también las huellas que dejó en Cortázar el abandono temprano por parte del padre del núcleo familiar y, como consecuencia, el crecimiento del escritor al abrigo exclusivo de figuras femeninas (madre, hermana y tía).

Junto a ello, su pertenencia a la clase media del cinturón industrial de Buenos Aires, así como la condición de hija ilegítima de su madre imprimirían a la familia cierto complejo social, inexpresado, pero que marcaría algunos de los rasgos de la personalidad de Cortázar: su afán obsesivo por huir de la mediocridad a través de la cultura y la erudición; la actitud en ocasiones posibilista del autor, que durante sus años argentinos llegaría a ocupar distintos puestos en la enseñanza normal y universitaria, de la mano de amigos influyentes cuya identidad jamás desveló.

A la satisfacción que suponían tales oportunidades, se sumaban, en el otro platillo de la balanza, el sentimiento de precariedad que implicaba para él acceder a la docencia universitaria al margen del procedimiento habitual de concurso y sin un título superior que lo avalara —inició estudios de Filosofía y Letras, pero no consta que llegase a obtener el título— y el tremendo esfuerzo para hacerse con la carrera de traductor en un tiempo récord de apenas nueve meses.

Sin embargo, es posible que, más que todo lo anterior, los relieves más pronunciados de su rostro los esculpiese el deseo siempre perseguido de cambiar una Argentina que el escritor consideraba, en palabras del biógrafo Eduardo Montes-Bradley, “dormida en la siesta americana”, por la prometedora Europa de las vanguardias. Después de todo, Cortázar había nacido en Europa, concretamente en Bruselas, en 1914, y, cuando todavía apenas caminaba, ya lo hacía por las animadas calles de Zürich, donde en esos momentos la familia del escritor y la vida artística y cultural europea se refugiaban de la guerra recién iniciada.

No es de extrañar, por tanto, que Cortázar eligiese Europa como destino final de un viaje que había iniciado en dicho continente treinta años antes en brazos de su madre, abuela y hermana, y que vendría a cerrarse circularmente en París en 1951.

El que llegaba a París era un Julio Cortázar anónimo ya por muy poco tiempo tras su recién conseguida barba. Casualidad o no en el caso del maestro, nada expresa mejor la idea de paso de página, de cambio, de crecimiento, de madurez de un personaje que el crecimiento de una buena barba, sea ésta real o narrativa.