martes, 24 de noviembre de 2009




El pupitre de Chema Madoz



Contaba Chema Madoz hace unos días (durante el cara a cara con Juan Bonilla en el Festival Eñe), la siguiente anécdota. Al parecer, cuando era niño, sus padres le enviaron a una especie de clases precolegio en casa de una señora que utilizaba como aula la cocina. Cuando llegó, como se había incorporado tarde a las clases, en la mesa de la cocina ya no quedaba sitio para él; de modo que, al día siguiente, tuvo que llevarse de casa su propia banqueta y la señora le hizo sitio… ¡en el horno!, sí, que desde ese momento dejó de ser tal para convertirse en el pupitre de Chema Madoz. También recordaba haber usado alguna vez el cartabón como navaja para hacerse el bocadillo.

Según él, bromeaba, quizá esa podría ser la lectura psicoanalítica, si acaso la hubiera, de su interés por la descontextualización o subversión de la esencia de los objetos.

Fuera ese o no el momento en el que descubrió que los objetos poseen la cualidad de poderse desdoblar y adquirir una dimensión más allá de aquello para lo que sirven, lo que Chema Madoz subraya es la importancia que para él tiene aprovechar esa posibilidad para conseguir imágenes potentes, que se muevan en la indefinición, en la incertidumbre, da igual cual sea su metáfora.



Por eso, explica, él prescinde de asignar títulos a sus fotografías, para no correr el riesgo de acotar sus posibilidades semánticas con encabezamientos quizá no suficientemente acertados. Dice sentir mayor confianza en la sutileza que puede lograr con la imagen que con la palabra, y que el título es un elemento más de la obra, algo que hay saber manejar con inteligencia para que contribuya al desconcierto significativo que, en su caso, él pretende generar con la imagen.

Me detengo en esto último. Porque es cierto que a veces un mal título puede no solo condicionar al público a la hora de hacer su propia lectura de la obra, sino también desorientarle, provocar en él la impresión de haberse equivocado, de haber extraído una interpretación errónea de la misma y hacerle creer que no está preparado para entenderla.
No existen las lecturas erróneas, solo compresiones personales. La manera en que uno “comprende” una obra está en relación con su bagaje personal y cultural, referido no solo a formación, sino también a vivencias, experiencia, sensibilidad, etc. Y, en cualquier caso, sería dudoso afirmar que el arte, en cualquiera de sus lenguajes, trate de explicar algo que los demás hayamos de entender (metáfora); más bien, diría yo, su faceta sería la de preguntarse o, mejor dicho, preguntarnos sobre el mundo, sobre la vida, algo a lo que, a su manera, cualquiera puede responder.

Luego, el material del que se sirve el artista es el mundo, la experiencia humana, y con ella —recurro aquí otra vez a Walter Benjamin—, “usando sus ojos, sus manos y su alma, construye algo sólido, útil e irrepetible”. Añadiría yo también, que algo mágico. Magia que equivale a misterio, a la incertidumbre e indefinición de las que hablaba Chema Madoz; en definitiva a lo que no se ve pero está y se percibe —lleve título o no— por muy descontextualizado que se muestre, como sus tijeras, sus cucharas o... ¡su pupitre!