jueves, 21 de enero de 2010




SIN CAFEÍNA

Las once es la hora del café. Claudia lo toma descafeinado: el café puro, los emails de desconocidos y los pañuelos de tela de caballero le quitan el sueño. A su compañero de enfrente, en cambio, le gusta un café del bueno, que se sepa que trabaja más que nadie y que su familia, adepta en su día al coronel, conserva aún un bloque de apartamentos allá en Valparaíso que todos los meses le da una renta.

Claudia y su compañero salen juntos a desayunar. Hoy, como siempre, descartan La Albahaca porque, aunque tiene buen café, está siempre hasta los topes y él tiene que volver rápido a la oficina. El Delina’s, dos calles más abajo, es un sitio majo pero un poco frío y un poco caro, y no tienen nunca descafeinado. Mejor la terraza del Instituto Göethe, en verano se está de muerte, tiene café café y además sirven en las mesas; una pena que hoy en la del fondo estén sentados los jefes supremos, sus acólitos y el chico nuevo de contabilidad, que ¡qué casualidad!, ayer mismo había desayunado con ellos.

¿Qué tal el Starbucks?, pregunta Claudia más a sí misma que a su compañero. Muy americano, contesta él, les llaman muffin a las magdalenas y te preguntan tu nombre para ponerlo en el vaso, le tratan a uno como si fuese un crío; vamos al VIPS. La cola del VIPS llega hasta la calle y son ya casi las once y veinte.

Vuelven a la Albahaca para estar más cerca del trabajo. Un café solo, un descafeinado y un trozo grande de bizcocho de manzana, este último para él. Y la cuenta que vamos tarde. Cuando llega, Claudia y su compañero miran la cuenta sobre el platillo de porcelana y echan mano, ella al bolso y él al bolsillo. Saca cada uno un billete y los ponen en la mesa.

Pago yo, dice ella, tú pagaste ayer. Sí, pero tú no has comido, dice él. Pero me toca a mí, insiste Claudia. Él se empeña en que ni hablar, porque ella nunca come. Vale, pues a medias entonces, propone ella. ¡Buaah, eso es muy cutre, queda fatal!, protesta él mirando el reloj al tiempo que se limpia con la lengua una miga de bizcocho que le ha quedado en el labio. ¿Entonces?, pregunta Claudia. Venga, vamos que nos vamos que estoy hasta arriba, responde él, mientras condescendiente retira su billete de la mesa: venga, si te empeñas, ya pago yo mañana. Son las once y veintinueve, pero por el camino aún le da tiempo a contarle otra vez a Claudia lo bien que se les conserva el edificio familiar, allá en Valparaíso.