sábado, 26 de febrero de 2011




Sólo tenía que observar, ordenar aquellos fotogramas en mi cerebro y dejar que ocurriesen, que nacieran al espacio y al tiempo. Y sucedió. Pasó todo con un dinamismo predecible, como si la realidad fuese un trozo de papel doblado en acordeón y se desdoblase inevitablemente al contacto con el aire, con mi conocimiento, con mi conciencia: Anochecía. El empleado del parque se acercó para vaciar de basura la papelera junto al banco. Dentro estaba yo, que caí fuera de aquel enorme círculo de tierra ni blanco ni negro, y era aún demasiado pequeño para conocer mi nombre y mis apellidos.