domingo, 8 de marzo de 2009




QUISIERA SER TAN ALTO

Naim, quien ahora se hace llamar Jaime, aprovecha un hueco sin coches y deja la bandeja del té sobre el asfalto. Tan altas como palmeras, piensa de las farolas. Sentado en cuclillas, sirve unos cuantos vasos y espera. Ha bajado ocho pisos de escaleras hasta la calle, dejando atrás chirridos de puertas que se abrían y cerraban al tintineo del cristal en el cobre, al aroma del té donde hoy flota menta aunque a él no le sienta bien. Aun así lo prueba. Está caliente y muy dulce. Bebe a pequeños sorbos al tiempo que espera. Lo encuentra todo tan nuevo. Desde la terraza del tercero un viejo con buena puntería escupe y va a caerle muy cerca, casi atina en la bandeja del té. Naim no se inmuta. Bebe té de menta. Sigue esperando. Tan altos como las nubes, piensa de los edificios que le rodean.

El té ya no humea y es de noche cuando el viejo del tercero baja a la calle y coge un vaso de la bandeja:

—¿Lleva menta? —pregunta.

Naim asiente sin atreverse a mirarle.

—La menta me da ardor —se queja el viejo.

—También a mí —dice Naim, quien ahora se hace llamar Jaime, y que al alzar la vista tímidamente hacia el viejo se encuentra con el que piensa es, sin duda, un hombre tan alto como la luna.