martes, 26 de enero de 2010




Jazz for Readers

Hoy he puesto música y he bailado en el salón de casa, con las luces apagadas y el pijama de invierno. Sin pensarlo, sin ningún motivo. Jazz para lectores, decía el título del cedé, y a lo mejor ha sido eso, o que el suelo del salón estaba hoy más liso que nunca, sin restos de arena traídos de la calle ni cabellos perdidos ni gotas pegajosas de bebidas refrescantes. Nada, ni el más ínfimo obstáculo donde pudieran tropezar los pies. Los muebles, pegados a las paredes, me hacían sitio entre dos hileras que bien hubieran podido ser todos mis amantes alineados, los actuales, los perdidos, los olvidados, los recientes, incluso los que aún no han sido pero serán. Todos aguardando a la siguiente pista o a una variación del ritmo para sacarme. Es increíble lo tímidos que pueden llegar a ser los amantes a veces, como los primeros acordes de una melodía por componer o el último sorbo de un licor madurado entre flores.

¿Bailas?, he oído que alguien decía de pronto detrás de mí, a la altura más o menos de la librería de cerezo. Y, antes de volverme, he aceptado su invitación sin una palabra, con el simple gesto de ofrecerle mis brazos extendidos; palpitantes los pies, los ojos apretados a fin de oscurecer, de preservar más si cabe el enigma necesario de su identidad. Los altavoces, en ángulos oblicuos de la habitación, liberaban un golpe de metal al tiempo que él me tomaba sutilmente de los codos. No de la cintura, no, y eso me ha cogido desprevenida. Me ha gustado. También yo he buscado los suyos en el aire, mientras me conducía a ritmo de saxo hacia el fondo del salón, pero no estaban, ni sus codos ni sus antebrazos ni sus dedos, y su ausencia ha convertido nuestras vueltas sobre el gres cuadriculado en una especie de baile de mariposas.

No hemos sucumbido a las confidencias al oído, a la niebla sepia de las biografías sonrosadas, aunque después de un solo de clarinete, no sé por medio de qué acrobacia, le he sentido besarme la nuca. Le hubiera reprochado el atrevimiento, esas confianzas de viejos conocidos que aciertan siempre a dar donde más duele; pero en la oscuridad, cualquier cosa que se diga acaba resbalando por el trampolín de la inexistencia, como si no se dijesen, como notas musicales que una vez han sonado se desvanecen en la nada. Es posible que en el último giro, él haya dicho algo. No estoy segura. Ha sido hacia el final de These foolish things, al pasar junto a la mesa de comedor y antes de cederme sin avisar a otros brazos. O tal vez eran los mismos, quién lo sabe. Francamente, una no se acostumbra a la oscuridad, a llamarles por otros nombres, a comprar tinto en vez de blanco, al pijama de invierno en la cama.

He bailado toda la noche con mis tímidos amantes, de uno en otro, por turnos. En círculos, como la luna. Cuando de mañana ha vuelto a salir el sol, el suelo del salón estaba casi perfecto, liso, impecable salvo por un arañazo profundo junto a la ventana, y cada cosa en su sitio: la lámpara de pie en forma de horquilla, el ídolo africano, el perchero con sus seis brazos de caracol, sin dedos, sin codos, sin antebrazos. Sonaban los últimos acordes de More than you know, Sonny Rollins.