sábado, 1 de mayo de 2010




La verdad de las mentiras

Aunque categórica, poco hay que objetar a la afirmación de Antonio Muñoz Molina ayer viernes en Babelia:

“No hay ficción que esté a la altura del fulgor seco de los hechos”.

Sin duda, ninguna forma de contar supera a la propia realidad contándose a sí misma. En todo caso, y en el siguiente escalón en cuanto a rigor y fidelidad a los hechos se refiere, solo los testigos directos de los mismos serían los más capacitados para aproximarse a ellos.

Lo que sí podría matizarse, pienso, es el cuestionamiento que Muñoz Molina hace sobre la utilidad de la ficción para “mantener presente lo que no debe olvidarse”. Está claro que la ficción no persigue dar testimonio fiel de la realidad —esa faceta corresponde a otra clase de narraciones y narradores—, pero eso no la convierte en un medio inútil de conocimiento de la verdad.

Es fundamental, por supuesto, conseguir la mayor exactitud en lo histórico; sin embargo, la exactitud en los datos no garantiza ni el acercamiento ni la implicación ni el aprendizaje a partir de ellos. Una buena prueba son todas las guerras televisadas de que las que hoy día somos testigos. No parece que el hecho de que la cámara nos las traiga a casa nos acerque más a ellas ni sirva para detenerlas. No siempre la realidad servida en crudo consigue aproximar, muchas veces aleja. La verdad pura y dura, cuando se conoce, produce efectos secundarios. Y hay además otra cuestión: no siempre quienes podrían contar de primera mano los hechos, se encuentran en condiciones de hacerlo. Yo misma tuve que renunciar a oír acerca de la guerra civil de boca de mi abuelo porque él mismo, decía siempre mi madre, no quería hablar de ello.

Y ahí es donde se justifica la utilidad de la ficción como forma de conocimiento. La ficción no es sino una simulación. Dicho así, estaríamos hablando de un engaño, de una mentira, porque algo simulado es algo que no es verdad. Sin embargo, Mario Vargas Llosa, en La verdad de las mentiras, nos da las claves para entender que en esa mentira que es la ficción se encierra más verdad que en la propia vida. Las novelas, dice, adoptan un sentido y un orden que la vida real no posee (esta es caótica y no tiene principio ni fin) y ofrecen al lector una perspectiva que su verdadera vida le niega, un orden inventado pero organizado que puede vivir con total impunidad, libre de consecuencias.

Justo ahí residiría la verdad de la ficción, en su capacidad de hacernos "vivir" una ilusión sin los efectos secundarios que suelen acompañar a la vida real, con esa «distancia tranquilizadora, “de época”» de la que habla Antonio Muñoz Molina, pero que no tiene por qué suponer necesariamente, como él señala, una banalización de los hechos.



El hombre prehistórico pintaba en las paredes de sus cuevas escenas de figuras cazando, bailando o luchando. Al principio lo hacía de una forma muy naturalista; observaba y trataba de imitar lo que veía: un bisonte, un arquero, una flecha, una mujer con el pecho al descubierto. Con el tiempo, esas escenas se fueron haciendo más esquemáticas, menos realistas, y un dibujo en forma de peine podía representar la cornamenta de un ciervo o un círculo con un palo vertical en forma de Y invertida a una figura de sexo masculino. Y empezaron a aparecer también imágenes que, a su vez, resultaban de la superposición de otras imágenes; por ejemplo, una cabeza humana con fauces de animal. Eran imágenes que se inspiraban en su realidad cotidiana y hablaban de ella, pero al mismo tiempo constituían una realidad nueva, pues ya no eran idénticas a su modelo: las cabezas humanas con fauces de animal no existían, sino que eran una creación suya, una ficción de la que el hombre primitivo, sin embargo, se servía para poder acceder y contar acerca de sus creencias más profundas (sus miedos, la magia, los rituales).

Más realistas o más esquemáticas, esas escenas no solo eran pequeñas historias a través de las cuales el hombre primitivo recreaba o ficcionalizaba su propia vida por puro entretenimiento. A través de ellas se contaba, hurgaba en sí mismo, se descubría, se veía, se conocía a sí mismo, al tiempo que dejaba un testimonio gráfico y subjetivo que nos ha permitido conocerle y no olvidarle. Ojalá mi abuelo hubiese sido pintor o novelista y, con la distancia protectora —que no impermeabilizadora— de lo inventado, hubiese podido construirnos una ficción con todo el fulgor de los hechos que le tocó vivir. Ni siquiera mintiéndonos así, habríamos podido olvidarlos ni olvidarle.