lunes, 1 de febrero de 2010




Piel salada



Yo tenía una granja en Africa, al pie de las Montañas de la Luna. Las nieves del macizo alimentaban el nacimiento del Nilo, y la granja se asentaba sobre una suave meseta. Durante las treguas que la lluvia nos regalaba, las cumbres seguían ocultándose bajo el vidrio opaco de la neblina. Sudaban las sábanas, los manteles, las palabras y el aire dejaba en la boca un sabor a mundo oxidado y desleído. El mismo suelo te persuadía de la inutilidad de entregarse a arañar la tierra, invitándote a un largo entreacto de vaivén de mecedora, gramófono y jarras de té muy frío. Se adivinaban las últimas horas de la tarde por el chascar de las hojas de helecho bajo los pasos perezosos de las fieras.

Como a mí, al leopardo de las pupilas rosa no le cabía el modo de renunciar a Mozart. Allí estaba, escuchando para mí. O acaso lo que le traía hasta mi casa fuese la esterilla del porche, donde, en lo que duraba la pieza al menos, asistía incrédulo día tras día al poderoso milagro de que sus patas al fin se secasen. Así supe que a los leopardos no les gustan los pies mojados. Yo, sentada sobre la esterilla junto a él, inventaba historias de exploradores que se perdían entre aquellas nubes que nevaban nuestra cordillera, mientras el Concierto para clarinete sonaba en el enmudecido morir de la tarde y él rascaba con sus garras, distraído, las tablas del suelo, el aire, la piel siempre húmeda de mis piernas.

Siguió viniendo a mi casa mucho tiempo. Le mostré mis porcelanas, mis telas, mis libros, los tuvo en sus manos y se paseó entre ellos, y una vez al menos me sonrió. Al recordar ahora la gravidez de su mirada rosa aquel mediodía en que una de sus garras me levantó la piel y la volvió salada, vuelvo a respirar ese aire flotante en la quietud, la humedad de las tierras altas de África, el olor de su pelaje cuando yo se lo lavaba. Nunca llegué a ponerle un nombre. De haberlo hecho, probablemente se habría llamado Denys, y ahora se encontraría en algún lugar recóndito allá arriba, lejos de mi casa, en un lugar civilizado en medio de la selva.